sábado, 23 de agosto de 2008

Un día en la esperanza de Alexander Solzhenitsyn

“El humanismo racionalista nacido durante el Renacimiento basó la civilización occidental moderna en la tendencia peligrosa a adorar al hombre y sus necesidades materiales. Todo lo que se encontraba más allá del bienestar físico y de la acumulación de bienes materiales, todas las demás necesidades humanas y todas las características de una naturaleza más elevada y sutil, fueron excluidas de la atención del Estado y de los sistemas sociales, como si la vida humana no tuviera sentido superior. Esto proporcionó entrada al Mal, del cual existe en nuestros días un flujo libre y constante. La simple libertad no resuelve, en modo alguno, todos los problemas de la vida humana, y hasta añade varios nuevos…”.


Alexander Solzhenitsyn, “Discurso en la Universidad de Harvard” (1978), en Denuncia.

El domingo 3 de agosto del año que agota este duro invierno austral, comenzó, su última travesía espiritual -la más importante en el espectro de cada hombre-, el Premio Nobel de Literatura 1970, Alexander Solzhenitsyn (1918). Así, el autor de Archipiélago Gulag, regresaba a la primera plana “cultural” después de vivir prácticamente en el ostracismo público y creativo, la postrera década de su existencia, la misma que había principiado con el retorno a su Rusia natal, allá en 1994.
Plurales resultan los adjetivos que nos sirven para dibujar la silueta compleja, biográfica y artística, del inventor de El primer círculo; y la enumeración no deja de ser a su vez parcial, veraz y mezquina: discutido, rechazado, aclamado, perseguido, subvalorado, talentoso, menospreciado y agigantado hasta la deformidad; pues cada una de las calificaciones nombradas, se asocian a la semblanza del nacido en el Cáucaso.
Sin embargo, una definición del físico y matemático de profesión, aparece como incontrarrestable: fue el mayor disidente de la “intelligentsia” soviética, el único de impacto mediático resonante y trasatlántico, y el díscolo de “espíritu eslavo” por excelencia entre los escritores rusos del siglo pasado –esto no significa que el primero en calidad-, de aquellos literatos que crecieron bajo la oscuridad de dos tiranías opresoras, cuál de ambas más infinita y brutal: la de los genios humanistas de su patria, que los antecedieron en la centuria decimonónica; o la de la barbarie marxista que anidó, demoníaca, en la URSS.
En efecto, y abordando la obra literaria del novelista que alcanzó la celebridad con Un día en la vida de Iván Denisovitch (1962), registramos que su arte no se singulariza por sus experimentaciones formales o estilísticas, pero sí por la belleza y la transparencia diáfana de su prosa; nunca por la vanguardia e innovación de su construcción, pero afirmativamente por su realismo fiel y el aliento épico de sus manuscritos colosales y desmesurados, al decir correcto de Jorge Edwards.



Vale la pena anotar, que para la perpetuidad, un texto de acusación crítica, presentado en cualquier sociedad humana a futuro -cobijado con deseos de altura intelectual, además de pretensiones de inmortalidad histórica y narrativa-, será siempre comparado a la luz brillante de las siete partes del Archipiélago Gulag. Por consiguiente, los tópicos de la desilusión luctuosa y luego su evolución en esperanza -esto a pesar de vislumbrarse un horizonte borroso, perdido por la enfermedad y la represión angustiosa del ambiente-, serán a menudo citados en su descripción “ingenua y tierna, muy rusa”, según Ignacio Valente, a raíz de la pluma valiente de Pabellón de cáncer.

Recapitulando, y a nuestro entender, no presenciamos en el hacedor de la tetralogía de La rueda roja a los virtuosos prestidigitadores ficcionales que fueron Nabokov o Pasternak, por citar a dos casos cercanos en el tiempo, sacados de la fila de sus compatriotas, con historias personales muy distintas a la suya. No obstante, en Alexander respiran las heridas que suspiraban lacerantes en Dostoievski, en desmedro de los palacios y quejumbres románticas, que palidecían en la postura etérea de las estatuas de Tolstoi. Acto seguido, es ese dolor, vivido y sufrido, lo que determina su situación de testigo directo, provisto del talento no menor, para recrearlo y mostrarnos el horror del abismo y del límite de lo soportable.

Finalmente, cabe delinear la faceta de pensador de observancia cáustica de la posmodernidad, que como devoto y franco adherente a la Iglesia Católica Ortodoxa, asumió Solzhenitsyn en seguida de granjearse la máxima distinción de las letras, ofrendada por la nórdica Estocolmo. Luego, fue desde aquella trinchera, donde produjo sus palimpsestos de relevante interés y sugerentes hasta el aplauso docto: la de un llamado mordaz y bien urdido, contra el materialismo socialista y liberal, frente al ateísmo bolchevique y del gran capital sin patria, respondiéndole a una historia con la humanidad ensalzada al trono de pírrica deidad, cuyo nihilismo, sería su ilustre enfermedad.

Tañen las campanas de las iglesias bizantinas emplazadas en los excesivos y apocalípticos prados rusos, en señal de duelo, por la muerte del último de sus “mujiks”, el que sabiéndose miembro de una pléyade elegida de profetas, les dejó a sus coterráneos un rumiante y final mensaje: “Hasta el fin de mi vida mantendré la esperanza de que mis trabajos históricos se transmitan a la conciencia y a la memoria de las personas”. En consecuencia, “nuestra amarga experiencia nacional contribuirá, en caso de nuevas condiciones sociales inestables, a prevenirnos contra fracasos funestos”.

Vicente Lastra
Santiago de Chile, domingo 17 de agosto de 2008




Bibliografía
-EDWARDS, Jorge. 2008. “Una vuelta de página”. Santiago de Chile: Columna publicada el viernes 8 de agosto en el vespertino La Segunda.
-SOLZHENITSYN, Alexander. 1981. Denuncia. Santiago de Chile: Academia Superior de Ciencias Pedagógicas de Santiago.
-VALENTE, Ignacio. 2008. “Solzhenitsyn, profeta y escritor”. Santiago de Chile: Artículo publicado en el diario El Mercurio el domingo 10 de agosto.

lunes, 2 de junio de 2008

"Maudit soit Andreas Werckmeister!", de Juan Asensio

Maudit soit Andreas Werckmeister!
Les Éditions de La Nuit, París, 2008, 104 páginas

«La deplorable división del arte del tratamiento introdujo en las escuelas el detestable procedimiento en el que algunos realizan la disección del cuerpo humano y otros presentan la descripción de sus partes, estos últimos como cuervos trepados en sus altas sillas, con egregia arrogancia eructan cosas que nunca han investigado sino que simplemente han memorizado de los libros de otros, o de lecturas de lo que ya se ha descrito. Los primeros son tan ignorantes de idiomas que son incapaces de explicar sus disecciones a los espectadores y confunden lo que debería demostrarse de acuerdo con las instrucciones del médico que, como nunca ha usado sus manos en la disección de un cadáver, desdeñosamente capitanea el barco desde un manual.»
Andreas Vesalius, prólogo a De Humani Corporis Fabrica, 1543.

El último libro de Juan Asensio (http://stalker.hautetfort.com/), Maudit soit Andreas Werckmeister!, se erige dentro de aquella tradición de la crítica literaria que no teme pronunciarse éticamente en torno a las miserias de su tiempo. Incluso, podemos afirmar que esta obra se entronca con la línea de pensamiento estético que – luego de un largo debate filosófico, surgido de la intranquilidad de los autores románticos, tales como Schiller, Novalis y el joven Hegel – postuló sin cobardía la muerte del arte.

No obstante, el cadáver de la literatura francesa, al cual se enfrenta Asensio, yace en un escenario aún más desolador que aquel que le permitió a Hegel utilizar el término muerte, "Auflösung", a mediados del siglo XIX. En rigor, cuando el filósofo alemán se refiere a la muerte, no postula la idea de fin sino, desde el ejercicio dialéctico, nos habla de disolución – resolución. En este sentido, más que el término histórico del arte, Hegel nos remite al ocaso de una determinada forma de hacer arte, lo que se diluye son ciertas figuras de la conciencia artística que darán paso a nuevas maneras de representar el mundo. Basta abrir las primeras páginas de sus Lecciones de estética para comprender que la idea de resolución sigue siendo una posibilidad. Cuando Hegel describe la pintura holandesa de su época afirma que ésta se ha transformado en la conquista de las pequeñas cosas, en la apropiación de los detalles de los objetos cotidianos; si bien es la miserable y prosaica conquista de la burguesía protestante, sigue habiendo, al menos, una intencionalidad : «[...] son también los medios de representación los que se convierten en fines para sí mismos, de la misma manera en que la habilidad subjetiva y la aplicación del medio artístico constituyen lo que asume un valor objetivo en la obra de arte» (Hegel, G. W. F., Aesthetik, Ed. Lukács, Berlín, 1955, página 553).

El cadáver descrito por la pluma de Asensio ya ni siquiera puede ser maquillado para que sus deudos intenten darle un último vistazo, pues está en proceso total de putrefacción, si es que ya no se ha fosilizado. La crudeza con la que este escritor nos evidencia el estado actual de la pseudo literatura francesa es, ante todo, un acto de valentía, pues él sabe que el heno no huele igual para los caballos y para los enamorados, y este cadáver tampoco huele igual para aquella crítica carente de olfato literario. No faltará quien juzgue el libro animado por una obsesión faústica de revivir a los muertos, ¿sabrán estos señores que hasta Fausto terminó arrepintiéndose?

Asensio ha tomado un camino que va más allá de la denuncia resignada de la podredumbre literaria francesa, eso sería extremadamente fácil y carente de osadía; además con total astucia, este escritor sabe que acariciar a la bestia a contrapelo puede terminar gustándole. La mayor riqueza de este libro es apelar a aquellos valores literarios y filosóficos que se perdieron en algún punto de la historia. ¿Reaccionario?, sí, tal vez, pero a la manera de un Pierre Victurnien Vergniaud. ¿Alguien podría negar hoy que la revolución francesa, como Saturno, acabó devorando a sus propios hijos?

Maudit soit Andreas Werckmesiter! está en la misma sintonía del discurso de Vico, Hamman y Herder, quienes también se atrevieron a denunciar la muerte de la poesía. Ellos contemplaron un cadáver aún tibio, casi imperceptible en su condición de finitud.

Vico postuló en su tiempo que la muerte de la gran poesía se debió a que lo humano había sustituido a lo divino, «las musas han dejado los trabajos celestes entre las estrellas, en las que divagan sus mentes y han descendido a la tierra para mezclarse con las infamias de los comunes mortales» (Vico, G. B., Opere, página 216). Hoy, en cambio, el rigor mortis es tan evidente que la cal que deseen espolvorear sobre el difunto no evitará su pestilencia.

Asensio se sitúa junto al cadáver sin temor a ensuciarse las manos, inclinándose a creer sólo en sus observaciones; en este sentido, su ejercicio crítico es tan polémico como el que practicó Vesalius con su arte de disectar. En la época de este fisiólogo belga, la mayoría de los anatomistas no efectuaban disecciones, se conformaban con leer a Galeno, mientras un ayudante señalaba con un puntero las partes del cuerpo, evitando tocarlo: sólo el barbero y el cadáver carecían de togas. Lo anterior, ¿no es acaso una suerte de parodia de la seudo crítica contemporánea?

Tal vez, la obra Maudit soit Andreas Werckmeister! sea atacada con la misma ceguera con la que atacaron a Vesalius, qué importa, si el libro se defiende a sí mismo. De todas maneras, no está demás recordar estas palabras: «Adiós, lector, y si amas la verdad, procura no anteponer a ella la piedad» (Luis Collado, Defensa de la renovación del saber anatómico por Vesalius, frente a los ataques del galenista Silvio).


Bibliografía:
José Barón Fernández, J. B. Andreas Vesalius: su vida y su obra. Instituto Arnaldo de Vilanova (C.S.I.C.), Madrid, 1970. Rústica editorial.

Carmen Muñoz Hurtado (1)


(1) Editora, historiadora del arte y profesora de literatura y estética. Colaboradora independiente del diario El Mercurio. Académico del Área de Investigación de la Facultad de Comunicación y Letras, Universidad Diego Portales.

lunes, 26 de mayo de 2008

"Puerta de salida", de Luis Alberto Heiremans

Puerta de salida
Tercera edición, RIL editores, Santiago de Chile, 2003, 276 páginas.

Estamos en presencia de la única narración de largo aliento escrita por el dramaturgo y cuentista chileno Luis Alberto Heiremans (1928 – 1964), cuya obra en general ya hemos vislumbrado por estas páginas (ver Arbil N° 78). Y nos sigue llamando profundamente la atención el porqué, un narrador de evidente jerarquía literaria como Heiremans, estuvo tan alejado de los planes de reedición de las casas del libro hispánicas (la primera edición de Puerta de salida data de 1964, y la segunda entrega, de 1967). La respuesta parece ser una sola, aunque nos duela: a un medio tan chato como el nuestro, que rehuye la verdadera discusión y enfrentamiento de ideas, no le interesa la permanencia en la memoria colectiva de uno de los pocos valores novelísticos dignos de ser leídos y estudiados por sus compatriotas.

Puede ser debido a que la coprolalia, la superficialidad gratuita y el canto a la banalidad no son las coordenadas a las que dedica Heiremans el talento de su arte. En efecto, el escritor chileno se preocupa y atormenta con temáticas más acordes con los problemas fundamentales que atañen desde siempre la existencia del hombre; y la vida en el fondo, la pregunta y misterio de su esencia, parece perseguirla hasta el límite mismo de sus posibilidades.

Asimismo, y al igual que en el resto de los miembros de la generación del 50 chilena -decimos Enrique Lafourcade o José Donoso-, en nuestro escritor la interrogante sobre el sentido de la vida, la reflexión de los tópicos eternos como son el amor, el dolor y la muerte, adquieren magnitudes insospechadas. Sobre aquellos paradigmas se articula la trama, y los personajes de la novela se desenvuelven en situaciones donde el derrotero de sus trayectorias se observa fuertemente comprometido. Y ahí, en el momento culmine de la decisión, aparece entonces la puerta de salida, mágica y misteriosa, para abandonar la escena airosos, con un triunfo sobre sí mismos, o derrotados y postrados, encadenados en la desgracia.

De igual manera que en el tomo dedicado a reunir su Teatro completo, aparecido en el año 2002 bajo el cuidado del mismo sello editorial, este volumen cuenta con un prólogo escrito por la académica Norma Alcamán Riffo, además de incluir inéditas fotografías y una interesante cronología relacionada con la obra del autor.

Verbigracia, y delineando nuestro análisis, en esta novela nos seguimos deslumbrando con la prosa depurada de Heiremans, con su estampa de esteta consumado, con el placer que produce leerlo, con la misma sensibilidad de su teatro y la sobrecogedora delicadeza de sus cuentos. Los ritmos avanzan ordenados, la secuencia de los tiempos entendible, sus diálogos conservan la vitalidad del dramaturgo aplicada en la novelística.

Ahora bien, es inevitable que la historia ficcionada por Heiremans, la del joven criollo de buena familia deambulando en París (Andrés), la madre que lo visita (Laura), y el coro de transplantados que los rodea, nos haga acordarnos invariablemente de Alberto Blest Gana y Joaquín Edwards Bello: lo decimos por la novela Los trasplantados del primero, y los argumentos de Criollos en París y El chileno en Madrid por el segundo. Un dato importante es que los reconocibles e inequívocos chilenos son llamados en el texto con el general “sudamericanos”. Quizás sea esto por una intención del autor de superar el criollismo con aires universales, uno de los objetivos de la mentada generación del 50, o bien, por un verdadero estado espiritual de Heiremans, que lo hacía sentirse ajeno al carácter de su patria. No obstante, es dudosa la última hipótesis, por lo enunciado por él mismo en oportunidades varias, y la atmósfera preferentemente chilena de sus invenciones teatrales. Preferimos inclinarnos por un deseo de universalidad, tomando en cuenta el hecho que la novela aparecería traducida al alemán en el mismo año de su aparición en lengua castellana.

Así pues, como decíamos, los personajes se hallan en una encrucijada, y Heiremans, fiel a su mensaje de esperanza, les abre los caminos de una eternidad espiritual para que resuelvan su disyuntiva: entregarse a un amor imposible pero real en su obstinación, descartando las convenciones sociales y una posterior sanción moral; la idea de empezar otra vez olvidando todo lo malo que nos agobió; y la salida palpitante, embriagadora, incierta, de la muerte del cuerpo, de la corrupción de la carne. En palabras de la prologuista, definiríamos aquella situación como, “alcanzar y develar aquel misterio que otorga un significado a sus vidas (de los personajes). No es algo visible, tangible ni comunicable, pero existe y está al otro lado de la puerta de salida que todos nosotros, más o menos conscientemente, añoramos en lo más profundo de nuestro ser”.

Para finalizar, tenemos ante nosotros una novela de un autor sobresaliente..., nos tildarán de ingenuos, pero amamos la literatura y en especial a los autores que nos conmueven, es decir, que tenemos en singular estima a Heiremans. A mediados del año pasado (2005), se lanzaron sus Cuentos completos, y, de esta manera, cada vez, estaremos más cerca de rendirle un justo homenaje y de conocerlo entero. Los comentaremos a su debido tiempo.
Vicente Lastra

domingo, 18 de mayo de 2008

El poeta y "La república" de Platón


Al participar con vosotros en esta fiesta (1) del intelecto y al considerar la grata significación de esta ceremonia en la cual el Estado reconoce, valoriza y premia la obra de sus artífices, he recordado, sin proponérmelo, el extraordinario juicio que hace Platón de los poetas, al excluirlos, en teoría, de su famosa República. Y he sentido a la vez dos impulsos aparentemente contradictorios: el de censurar a Platón y el de defenderlo. Haré las dos cosas, porque, según se lo considere, el poeta tiene razón contra el filósofo y el filósofo puede tener razón contra el poeta.


Lo que más nos asombra es el hecho de que Platón, en vías de organizar la Ciudad Terrestre, excluya, sin más ni más, a los poetas, olvidando que toda criatura humana, sea cual fuere su naturaleza individual o su vocación, debe tener un lugar adecuado en la República, y que es obra del político, justamente, el asignarle a cada una el sitio y la jerarquía que le corresponde.

¿Ignoraba Platón, acaso, la naturaleza del poeta? Los que hayan leído su admirable Fedro dirán que, por el contrario, la conocía íntimamente y que, además, alababa sus asombrosas virtudes, hasta considerar al poeta como a un verdadero “espiráculo” de la divinidad. Entonces, ¿por qué le ha negado un lugar en el edificio teórico de su República? Sabido es que, al abordar la Metafísica, Platón había quemado sus tragedias; pero nunca logró destruir al poeta que llevaba en sí. Por el contrario, al edificar su República, el filósofo nos da la sensación de un político que llevara en sí el cadáver de un poeta.

Veamos ahora con qué títulos debe figurar el poeta en la Ciudad Terrestre. Ha nacido con la vocación de la hermosura, y la palabra “vocación” significa “llamado”: quiere decir que reconocerá el acento de la hermosura, no bien la hermosura lo llame; y, como la belleza es uno de los Nombres Divinos, quiere decir que reconocerá el nombre de Dios en todas las criaturas signadas por la belleza. Pero a esa faz pasiva de su natura responde luego una faz activa: el poeta se hace creador. En el orden de la belleza, sus criaturas espirituales son hermanas de las demás criaturas; hermanas del pájaro y de la rosa. Y el poeta se convierte así en un “continuador de la Creación Divina”, para que nuevas criaturas alaben a Dios en la excelencia de uno de sus Nombres.


Tal es el poeta, ser extraño, descontentadizo, nunca inmóvil, siempre como sobre ascuas. En medio de vuestros entusiasmos terrenales, de vuestras luchas o vuestros temores, acaso lo veáis indiferente y como perdido en vastas lejanías; otras veces turbará vuestra quietud con exaltaciones y raptos que os parecerán fuera de tono; os acercaréis a él, atraídos por sus rosas, y no es difícil que déis en sus espinas; trataréis de retenerlo en la tierra, y seguramente se os escapará de las manos; y puede ser que al fin, cansados de no entender su caprichosa índole, le digáis, con Platón, que se vaya de una vez al cielo... o al infierno.


Pero escuchad: esa es, justamente, la misión del poeta entre vosotros. Si os creéis afirmados en la tierra, él os llamará de pronto a vuestro destino de viajeros; si descansáis en el gusto efímero de cada día, él os recordará el “sabor eterno” a que estáis prometidos; si permanecéis inmóviles, él os dará sus alas; si no tenéis el don del canto, él os hará partícipes del suyo, de modo tal que no sabréis al fin si lo que se alza es la música del poeta o es vuestra propia música.


Hablando por todos y con todos los que no hablan, el poeta se hace al fin la voz de su pueblo: los pueblos se reconocen y hablan en la voz de sus poetas. He ahí porqué decía yo recién que el poeta tiene razón contra el filósofo de La república.


Pero también decía que el filósofo y el político pueden tener razón contra el poeta; y la tienen cuando el poeta, olvidando los límites que le son propios, hace un uso ilegítimo de su arte. Dije ya que el poeta es un inventor de criaturas espirituales, y en este orden su libertad es infinita. Pero hay cosas que no pueden ser inventadas, y la Verdad es una de ellas, porque la Verdad es única, eterna e inmutable desde el principio. Supongamos ahora que el poeta, criatura de instintos, pretenda tratar “lo verdadero” como trata “lo bello”; supongamos que pretenda inventar la verdad: pondrá entonces una mano sacrílega sobre lo que no debe ser tocado, y hará una substitución peligrosa: escamoteará la verdad y pondrá en su sitio una opinión poética, la suya. Supongamos que a todos los poetas de la tierra (y son muchos, os los aseguro) se les dé por inventar la verdad: tendremos tantas verdades diferentes como poetas existen y nos abismaremos en una confusión de lenguas verdaderamente catastrófica. ¡Y quién sabe si el caos en que vivimos no es obra de poetas que han hecho de la verdad un peligroso juego lírico! (2)

Vemos, pues, que no sin motivo Platón, en tanto que filósofo, recelaba de los poetas. Sus recelos, en tanto que político, tenían que ser mayores.


Tradicionalmente la Política es, o debe ser, una hermana menor de la Metafísica, vale decir, una aplicación del orden Celeste al orden Terrestre: la constitución del Estado también se basa en principios inconmovibles, en un exacto conocimiento del hombre y de sus destinos naturales y sobrenaturales, en la justa ponderación de cada individuo y del lugar jerárquico que le corresponde, y en un sentido riguroso de las jerarquías. Supongamos ahora que el poeta (criatura sentimental a menudo y tornadiza casi siempre) se le dé por negar el orden en que vive, y pretenda inventar uno nuevo, según las reglas de su arte: si nadie lo sigue, habrá introducido, al menos, un germen de duda en lo indudable; si lo siguen unos pocos, dejará tras de sí un fermento de disolución activa; si lo acompañan todos, la destrucción de la Ciudad es un hecho.

Afortunadamente, y en virtud de su maravilloso instinto, es difícil que el poeta se embarque en tales aventuras. Y, si lo hace, no es acatando su vocación, sino traicionándola. En este último caso no es necesario que desterréis al poeta, como lo hacía Platón. En bien suyo y de la Ciudad haced una cosa más sencilla: encerradlo en su Torre de Marfil, si es posible con dos vueltas de llave...
Si así lo hacéis no será indulgencia, sino sabiduría. En el canto 22 de la Odisea pinta Homero al formidable Ulises entre las víctimas de su justa venganza, buscando aún otra víctima, con el arma enhiesta. Entonces el poeta Femius, que había cantado a pesar suyo en el festín de los pretendientes, se adelanta con temor y dice a Ulises:
- “Te conjuro, hijo de Laertes, a que tengas por mí algún respeto. Te preparas a ti mismo una pena grande si arrebatas la luz al que, por sus cantos, hace la delicia de los dioses y los hombres”.
Telémaco, que ha oído al poeta, grita, volando hacia su padre:
- “¡Detente, padre! ¡Que tu hierro no lo toque!”.
Y Ulises baja el arma.

Leopoldo Marechal (3)

Notas
(1) Palabras pronunciadas en el acto anual de distribución de premios de la Comisión Nacional de Cultura de la República Argentina, de 1938. Asimismo, publicadas en la revista bonaerense Sol y Luna, N°1 (páginas 119-123), impresa en el mes de noviembre del mismo año; de donde se reprodujo textualmente el presente discurso.

(2) Exclamación, que 70 años después, conserva toda su vigencia y actualidad.

(3) Leopoldo Marechal Beloqui (1900 – 1970), prolífico y versátil escritor argentino, fue autor de las novelas Adán Buenosayres (1948), El banquete de Severo Arcángelo (1965) y Megafón, o la guerra (1970), además de componer libros de poesía, ensayos estéticos y piezas teatrales.

Transcripción y notas: Vicente Lastra

domingo, 11 de mayo de 2008

Bariloche, de Andrés Neuman

Bariloche
Editorial Anagrama, Barcelona, 1999, 169 páginas


A pesar de haber transcurrido más de seis años desde la publicación en España de la primera novela del joven narrador y poeta hispanoargentino Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) –recién este verano austral nos encontramos con Bariloche-, creemos importante su comentario: tal es la calidad que exudan sus páginas, que atrasada o no, su lectura y posterior reflexión, serán siempre un ejercicio de vitalidad literaria.


Con sólo veintidós años, Neuman fue finalista, con el libro que presentamos, del prestigioso Premio Herralde de Novela de aquella temporada (1999). Roberto Bolaño, la leyenda chilena que crece a pasos agigantados, integrante del jurado que falló el concurso en la oportunidad, le propinó elogiosas observaciones: “La novela de Neuman me subyugó, si es posible utilizar este término de principios del siglo XX, y me hipnotizó a partes iguales. Ningún buen lector dejará de percibir en sus páginas algo que sólo es dable encontrar en la alta literatura, aquella que escriben los poetas verdaderos, la que osa adentrarse en la oscuridad con los ojos abiertos y que mantiene los ojos abiertos pase lo que pase”. Sin más, tantas loas, merecen su justificación.


En su moderada extensión, Bariloche es la crónica del último período de la vida somnolienta del recolector de basura Demetrio Rota, narrada a través de 55 breves capítulos. Sirviéndose de un estilo depurado y a ratos lírico, Neuman se apoya en el protagonista, para dibujar una perspectiva de la odisea del ciudadano argentino –el común y corriente de la clase media- que respira y habita en el Gran Buenos Aires. Pero que es también, una manera de enseñar la cotidianeidad -muchas veces asfixiante- de cualquier hombre, dentro de la anónima metrópolis contemporánea. Mediante los datos entregados por el narrador, conjeturamos que la edad de Demetrio se empina por la treintena. Su existencia es mediocre y monótona hasta decir basta. Salvo una relación amorosa con la esposa de su camarada de labores –y mejor “amigo”-, que ejemplifica hasta qué grado se han apoderado de él la abulía y el cinismo, nada relevante le acontece. Su trabajo lo realiza por las noches y descansa durante el día en su sencillo departamento del barrio Chacarita. El vertedero es el abismo y metáfora, donde mueren las pasiones y afanes de la urbe, que él, junto a su compañero, alimentan en cada amanecer tras recorrer las calles de la ciudad dormida.


Ante la agobiante mecanización y desesperanza de su vida, el pasado de Demetrio –su adolescencia en una cabaña cerca de Bariloche, junto a sus padres- se muestra telúrico y pleno de promesas por anhelar: de un alto sentido de belleza son las descripciones por parte de Neuman, del lago Nahuel Huapí y sus alrededores, en cuya ribera, se encuentra la hermosa población del sur argentino. En efecto, para intentar recuperar la armonía y el equilibrio, además de la evocación de sus emociones e imágenes primigenias –la seguridad de la infancia, el primer amor, los inviernos lluviosos y sus árboles tristes-, Demetrio construye puzzles grabados con los paisajes de la laguna y sus contornos, en sus horas de ocio.


Así, se suceden los recuerdos, y la soledad presente del personaje, hasta llegar a un punto de caída, que se resolverá en un final abrupto y desolador.

Con un talento que asombra y produce admiración, Neuman examina los inquietantes temas del desarraigo y de la pérdida, del escepticismo y de la alineación, con un olfato artístico tocado por la gracia, a decir de Bolaño. Pues, Demetrio Rota, es el ser humano habitante de una época que, al no poder superarse y buscar caminos de felicidad y trascendencia, frente a la opresión de la civilización, es arrojado al vacío y la precariedad espiritual. Estas circunstancias vitales, sólo concluirán, con una autodestrucción inmoladora. Aún así, la muerte ya no significa nada. Decepcionado de sí mismo y de todos, por su corrupción y la de los demás, Demetrio no es capaz de entrever una salvación redentora, ni menos de cambiar, o de afirmarse, en su abyección para sobrevivir. Ciertos retratos de rincones y microcosmos de la capital argentina (el Paseo Colón, las calles 9 de Julio y Bolívar, la avenida Independencia, el parque Lezama), nos traen a la memoria páginas del mejor Leopoldo Marechal, y del inigualable Ernesto Sabato.


Bariloche, es una novela que le hubiese gustado escribir a Roberto Arlt. Y eso, dice mucho de un escritor, que a no mediar un desgraciado imprevisto, amenaza con cincelar su nombre a fuego sobre la cumbre de la literatura en lengua castellana del siglo veintiuno. Su tercera novela, Una vez Argentina (2003) –que resultó nuevamente finalista del Premio Herralde-, es un vibrante y apasionante recorrido autobiográfico por la historia reciente de la nación más grande que habla el idioma de Cervantes. Recomendamos fervorosamente su lectura.

Vicente Lastra
Marzo de 2006

*Reseña publicada originalmente en la revista electrónica española Arbil Nº 104 (http://www.arbil.org/104bari.htm).

sábado, 26 de abril de 2008

Lie With Me. Miénteme

En el orden de la sociedad globalizada, regida por el materialismo racionalista del modelo neoliberal, el único placer que resta a los menos favorecidos por la jerarquía económica y social, es el sexo. En efecto, el contacto íntimo con otros seres, con otro individuo, constituye el gran momento pleno de trascendencia y regocijo existencial, amén de hábil catalizador de frustraciones y hastíos anímicos, que ofrece la marginalidad del capitalismo ateo.

Hay que tener en cuenta, que aquel influjo, corresponde a uno de los elementos centrales de Lie With Me. Así pues, la joven Leila deambula por el estío de Toronto, con su belleza y nihilismo, buscando y obteniendo lo que desea: momentos de sexualidad gratificante, fugaces y efímeros, que calmen su angustia y deseos autodestructivos, que la evadan de los quiebres familiares y emocionales, que padece en su asfixiante cotidianeidad.

En consecuencia, son excelentemente logrados los planos secuenciales que reflejan estos estados. Leila en su hogar y trabajo, parece un fantasma agobiado, a la deriva y siempre a punto de derrumbarse, incapaz de asumir su soledad afectiva. En cambio, en el anonimato de la urbe, o caminando por los verdes parques de la capital de Ontario, o bien paseando acomodada en su bicicleta, “quisiera siempre estar sobre mi bicicleta”, anhela Leila, la muchacha se siente libre y capaz de cualquier acto impredecible. “Quisiera que el verano durara eternamente”, es otra arista de sus anhelos espirituales.



Ahora bien, en uno de esos viajes por el fin de la noche, Leila conoce a David, quien como testigo de una de sus “performances” sexuales bajo el cielo estrellado, anida deseos incontenibles con respecto a la hermosa mujer. Éste la busca, la persigue, hasta que la encuentra. Desde ese punto sin retorno, es todo más o menos lógico: el enamoramiento que reemplaza al deseo y la lujuria, que ceden ante los irrefrenables sentimientos de comunicarse en ámbitos etéreos con el semejante.

Esta variable es muy bien tratada por el director Clément Virgo, pues las carencias sentimentales y el no saber enfrentar la situación por parte de Leila –el de solicitar el amor requerido, y el compromiso añadido-, son paradigmáticos de un ser cuya sensibilidad ha sido atrofiada por el desorden de sus pasiones y peor aún, por la inefable conciencia de su elemental fragilidad ante el escenario que la rodea. “Miente conmigo, mintámonos juntos”, le susurra suplicante el personaje interpretado por Lauren Lee Smith a David. Enajenada o no, el amor verdadero, el que nunca ha conocido, parece ser la escapatoria más a mano que tiene Leila como vía de escape a la muerte de la ilusión y la esperanza que la acecha. Aquella lucha contra sí misma, marca la cúspide argumental y su posterior desenlace. La respuesta de David, “ante el quiero que me conozcas” sincero de la protagonista, es accesoria. Leila ha vislumbrado su alma y martirios, y ya sabe qué hacer para arrastrar sus pasos de la mejor manera en la arena del desierto. Si llega David, enhorabuena, la felicidad será completa.



En definitiva, Lie With Me es una reconfortante sorpresa, que demuestra una vez más, la categoría del cine independiente norteamericano. Sucintamente, llama la atención que para la mayoría del público y la crítica de estas latitudes, que la han titulado en castellano como Ardiente seducción, sean sus escenas de fuerte erotismo, a veces lindantes con la pornografía, lo singular y rescatable de su propuesta. ¡Qué ceguera y qué ignorancia en la apreciación del arte cinematográfico! Concluyendo, Lie With Me tiene fecundos matices que aplaudir: un guión de nota, una fotografía y un montaje superlativos, una banda sonora apropiada, y sin duda, su mayor logro: abordar una temática dura, difícil, tortuosa, sin grandes aspavientos narrativos, y dotada de una humanidad y sencillez delicadas, por no decir elegantes.
Vicente Lastra, 26 de abril de 2008
Santiago de Chile
Créditos fílmicos
Año
2005
Nacionalidad
Canadá
Estreno
03-03-2006

Género
Drama
Duración
92 minutos
T. original
Lie with me
Dirección
Clément Virgo
Intérpretes
Lauren Lee Smith (Leila)
Eric Balfour (David)
Don Francks (Joshua)
Polly Shannon (Vistoria)

Kristen Lehman (Rachel)
Guión
Tamara Faith Berger
Clément Virgo
Fotografía
Barry Stone
Música
Byron Wong
Montaje
Susan Maggi
Sinopsis
Leila es una joven sexualmente voraz que se relaciona con los hombres mediante breves encuentros íntimos. Una noche, durante una concurrida fiesta privada en una casa, conoce a David, y la lujuria surge a primera vista. Poco después, mientras Leila practica sexo con un desconocido en la parte trasera de la casa, David y su novia hacen lo mismo pero en su coche. Leila y David se miran fijamente mientras hacen el amor con otras personas, iniciándose así un ritual de cortejo que dará paso una aventura sexual entre ambos. La seducción resulta fácil y muy gratificante. Leila y David acaban conociéndose (en el sentido bíblico) en la cama, en el parque, en el tejado, en todas partes. Para ellos, como para muchos otros jóvenes de su generación, el sexo es una forma de comunicación. Pero Leila empieza a darse cuenta de que lo que la une a David es diferente a lo que ha vivido hasta entonces. Y David siente lo mismo por ella. Por primera, vez ambos sienten necesidades y deseos que van más allá de lo estrictamente físico. Lo que realmente buscan es una conexión emocional. El miedo que les producen los sentimientos que desencadena su relación les hace refugiarse en la seguridad que les proporcionaban sus vidas antes de conocerse. La realidad cotidiana y lo imprevisible de los lazos emocionales han roto su burbuja de sexo y romanticismo, y amenazan con separarlos. Al morir su padre tras una larga enfermedad, David busca apoyo en su ex novia. Por su parte, Leila está preocupada por el inminente divorcio de sus padres. Leila y David están atrapados entre dos mundos. Por un lado, el sexo anónimo y sin contexto empieza a parecerles menos atractivo. Por otro, el compromiso convencional (el matrimonio y el divorcio que parece que siempre le sigue) no parece ser la solución. Así, se aventuran a buscar una forma de combinar lujuria y amor, espontaneidad y estabilidad, embarcándose en una nueva forma de vida.



Referencias
Dirige Clément Virgo (Jamaica), cuya filmografía se completa con Rude (1995), The planet of Junior Brown (1999), One heart broken into song (1999) y Love come down (2000). Uno de sus cortometrajes, Save My Lost Nigga Soul, fue nombrado Mejor cortometraje en los festivales de Toronto y Chicago, y ganó el prestigioso premio Paul Robeson al Mejor cortometraje de la diáspora africana en el Festival Panafricano de Cine y Vídeo celebrado en 1995.
Está protagonizada por Lauren Lee Smith (Get carter) y Eric Balfour (La matanza de Texas 2004, En sus zapatos, Be cool). Virgo conoció en Los Ángeles a Eric Balfour, conocido sobre todo por su trabajo en O. C. y A dos metros bajo tierra (en la que interpreta a Gabe, el angustiado novio de Claire), e inmediatamente lo vio como David. Más tarde, la canadiense que comenzó como modelo Lauren Lee Smith, con quien Virgo había trabajado en la serie The L Word, mostró interés por el papel de Leila y le envió una cinta de vídeo en la que demostraba su personal interpretación del personaje. "Sabía que el éxito o el fracaso de la película dependería de la química que se creara entre Lauren y Eric —explica Virgo—. Cuando los vi juntos, tuve claro que teníamos una película".

El guión está escrito por el propio director en colaboración con Tamara Berger, autora de la novela corta del mismo título en la que se basa. Tamara Berger asegura que la obra surgió de su trabajo como escritora para revistas porno y de su inmersión en las representaciones sexuales de las mujeres como ”depredadoras” o ”presas”. Cuando escribió la novela quería acabar con esas representaciones limitadas y revelar las verdaderas emociones que subyacen tras el instinto sexual femenino.
El director de fotografía es Barry Stone (Soñando con peces), filmada en formato súper 16mm. con objetivo corto, y la banda sonora está compuesta por el debutante Byron Wong.
Está producida por Conquering Lion Productions con un presupuesto que ascendió a 2,2 millones de dólares canadienses.
Se presentó en la sección Panorama del Festival de Cine de Berlín 2006.
Se rodó del 16 de junio a julio de 2004.
Distribuye Eurocine.

domingo, 20 de abril de 2008

El misterioso José Donoso

“A partir de cierto punto no hay retorno posible. Ese es el punto al que hay que llegar”.
Franz Kafka, Consideraciones acerca del pecado




Mucho se ha escrito acerca de José Donoso Yáñez (1924 – 1996), las más de las veces, líneas que no conducen a buen puerto en el afán de informarnos verazmente sobre su persona y creación literaria. La envidia y el prejuicio que afloran en nuestra patria hispanoamericana, ante cualquier muestra de superioridad espiritual, es la principal causa de esa deuda que tiene el medio literario en español para con Donoso.



En octubre del año pasado (2004), el escritor chileno más célebre de la generación del 50, hubiese cumplido 80 años de edad. De esta manera, se nos presenta una buena ocasión para rendirle un atrasado, pero justo y especial tributo, a su memoria.

Ya en líneas anteriores la generación literaria chilena del 50 ha sido un tema de interés para estas páginas. Cítese como prueba un artículo conmemorativo apreciando la figura de Luis Alberto Heiremans (ver Arbil n°78). Queden dichas estas palabras y advertencias, para precisar la importancia que le otorgamos a la última gran pléyade de talentos humanistas nacida en Chile. Negada, salvo contadas excepciones, por la cultura dominante hoy en día.


Pues bien, regresemos a José Donoso. En este ensayo, no caeremos en el lugar común de catalogar a nuestro escritor como una figura central del boom latinoamericano, ni decir que se ubica en primera fila entre los grandes narradores en lengua castellana de la centuria pasada. Nada más alejado de la verdad, ni desproporcionado. Pero tampoco le restaremos sus méritos al autor de El obsceno pájaro de la noche, que, dicho sea de paso, son generosos y abundantes.


Delineando una vida

Nace José Donoso, el día 5 de octubre de 1924, en Providencia, Santiago de Chile. Estudia en The Grange School, donde comparte aulas con su gran amigo, el mexicano Carlos Fuentes y Luis Alberto Heiremans. Después de rebeldías y huídas, que le llevan a la Patagonia -donde trabaja de ovejero- y Buenos Aires, ingresa a estudiar en 1947 la carrera de Inglés en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. En 1949, una beca le facilita la estadía en la Universidad de Princeton, en los Estados Unidos. En dicho lugar se intensifica su inclinación y preferencia estética por los autores ingleses y norteamericanos, principalmente por Henry James, James Joyce y William Faulkner. Durante esa estadía en el país del norte, se decide seriamente su vocación literaria. Comienza a escribir sus primeros cuentos. Publica “China” en la Antología del nuevo cuento chileno (1954), editada por Enrique Lafourcade. Al año siguiente entrega a la imprenta su primer libro propiamente tal, Veraneo y otros cuentos (1955), que obtiene el Premio Municipal de Cuento de Santiago.



Dos años después, aparece Coronación (1957), su primera novela y que le lanza definitivamente a la “fama”. El palimpsesto es elogiado por Alone y Ricardo Latcham, los críticos más respetados de la época. Por esos años conoce a la que sería su esposa, la periodista y pintora chileno-boliviana, María Esther Serrano (María Pilar Donoso). En 1960, publica el libro de relatos El charlestón; e ingresa a trabajar como redactor de la revista Ercilla, situación que se mantendría por cinco años. Ejerciendo dicha labor, en un viaje a Italia, logra entrevistar al poeta Ezra Pound.


A mediados de la década de los sesenta viaja a México a participar de un congreso de escritores, alojando en la casa de Carlos Fuentes, estrechándose la amistad que tenían siendo adolescentes. Desde el otrora virreinato de Nueva España, remite a Santiago Este domingo (1966), su segunda novela, y que le permite saldar una antigua deuda con la editorial Zig-Zag. Con la ayuda y recomendación de Fuentes, publica en México El lugar sin límites (1966), proclamada unánimemente, por comentaristas y escritores, como su obra mayor. Un libro sobre la desesperación y sobre la precisión, según Roberto Bolaño. Vitoreada sin mesura por autores tan disímiles como los cubanos Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante y el peruano Mario Vargas Llosa. Novela que sería trasladada al cine por el director mexicano Arturo Ripstein, basado en un guión escrito por el novelista y cinéfilo argentino Manuel Puig. Se ha producido el lanzamiento internacional y nuevas proyecciones laborales. Viaja a Estados Unidos como profesor visitante, luego a Portugal, para concluir su periplo en España. Allí permanece hasta comenzada la década de 1980.
Asentado en España, echa a volar El obsceno pájaro de la noche (1970), obra ambiciosa e irregular, en la senda de la gran novela totalizadora que propiciaban la teoría y postura literaria imperantes. Con este monumental trabajo, concluye su ciclo de la Decadencia o su particular visión de la clase alta chilena, conformando una tetralogía con sus tres novelas anteriores. Finaliza, igualmente, una temática de su novelística como lo eran la degradación –en sus facetas de fragilidad espiritual y material-, el enmascaramiento esquizofrénico con su derivado represivo, y los laberintos de la identidad.

Se expresan estos cambios con la publicación de un ameno y ágil ensayo titulado Historia personal del boom (1972) y la colección de nouvelles Tres novelitas burguesas (1973). Dejamos constancia, igualmente, que en el península ibérica edita una colección con sus volúmenes de cuentos hasta ese instante impresos, titulada, valga la redundacia, Cuentos (1971).



Transcurren cinco años, hasta que aparece en librerías Casa de campo (1978), Premio de la Crítica española, y considerada por muchos una parodia en clave acerca de la situación en que se encontraba Chile por aquel período. En un signo de vitalidad, entrega La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1980), breve novela, cuyos elementos son el Madrid aristocrático de principios de siglo y un romanticismo siniestro. Al año siguiente, nos regalaría su último gran libro, El jardín de al lado (1981), historia de un escritor hispanoamericano enfrentado al minotauro del fracaso. Texto que coincide con su regreso definitivo a la patria natal.

Instalado en Chile, desarrolla un taller literario determinante en la formación de nuevos escritores. En ese entorno, de miedo y toques de queda, escribe La desesperanza (1986), compleja y difícil novela, cuya lectura, constantemente, pone trampas al lector embarcado en ella. Con el fin del régimen militar, recibe el Premio Nacional de Literatura, y enseña Taratuta. Naturaleza muerta con cachimba (1990). Otro lustro, y el silencio se rompe con Donde van a morir los elefantes (1995) y su libro de memorias Conjeturas sobre la memoria de mi tribu (1996). Muere el 7 de diciembre de ese mismo año en la capital chilena. La novela El mocho (1997), es de publicación póstuma.

La fascinación por la derrota

Ya hablábamos de una separación temática que divide aguas en la obra de José Donoso. Señalada por el ciclo de cuatro novelas que comprende su primera producción, y la venida inmediatamente después. Para nuestros propósitos, resulta vital ese novel período, el más logrado y estructurado, en palabras del propio autor de Coronación. Precisamente, la novela recién mencionada, inicia la tetralogía que nos interesa, que incluye además a Este domingo, El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche. Su impulso central: la decadencia de la denominada aristocracia castellano-vasca u oligarquía, la clase dominante de Chile, dueña sin contrapeso del prestigio social, económico y político del país, desde tiempos imperiales (coloniales según nos manda repetir la historiografía oficial).


En esta ocasión, nos valdremos de la novela Este domingo, poco considerada en los estudios dedicados a Donoso, sin por eso prescindir de las tres restantes, claro está. La razón es muy simple: lo mejor de nuestro autor lo componen sus obras breves; donde su talento se desenvuelve con mayor soltura y maestría, quedando la sensación, de un facilidad para el género del cuento poco aprovechado, sino desperdiciado, por Donoso. Ahí se encuentra, como rastro de aquella virtud, esa pieza maestra que es el relato “El charlestón”.

La segunda de las novelas de José Donoso, irrumpe cuando el nombre de su autor, comenzaba a ser largamente conocido en el ámbito de los nuevos escritores en lengua castellana. Pues Coronación, ya había sido traducida al inglés –con ediciones en Norteamérica e Inglaterra, respectivamente-, al italiano y al checo. Así, Este domingo se esperaba con justificada expectación.

El eje de la historia, son los domingos familiares en casa del ficticio matrimonio Vives-Rosas; desplegados por uno de sus nietos ya en la edad adulta, y un narrador omnisciente en tercera persona que nos explica todo lo necesario para conocer a los personajes, sus motivaciones, y trágicos desenlaces. El lirismo se apropia de la voz del nieto, la frialdad y el detalle, del narrador sin nombre. Tópico característico del enfrentamiento entre niño-ingenuidad y adulto-corrupción, presente en la obra de Donoso. La reminiscencia referida, se remonta a un día domingo que sería decisivo en el rumbo de la vida de Álvaro Vives y Josefina Rosas (Chepa). La muerte tantea la suerte de ambos: Álvaro la palpa en un lunar que él detecta como mortal y cancerígeno; Chepa, en el brutal asesinato de la sirvienta Violeta, cometido por el favorito de sus protegidos.


Podríamos citar a León Tolstoi y su célebre frase “el matrimonio es una enfermedad mortal”. Empero, la visión de Donoso está enfocada a denunciar las apariencias generadoras de incomunicación en su afán de preservarlas, y, que, a la postre, ahogan la posibilidad de cualquier lazo afectivo honesto. Un castigo impuesto por sus padres en vacaciones, tiende las redes para el encuentro entre –en ese entonces- el joven Álvaro y la soledad aplastante de la bisoña criada Violeta. La infelicidad y frustración, derivadas del autoengaño y la complacencia, impulsan a Chepa a evadirse en tareas de caridad, en desmedro de sus obligaciones como esposa y madre. El egoísmo de Álvaro, manifestado en sus innumerables amoríos extramaritales, hacen de Chepa -no exculpada, sino cómplice- una aficionada a entregarse, por fines tan ridículos y romos, como perseguir contra viento y marea, la libertad de un presidiario desvalido. Sin embargo, el inventor de El jardín de al lado escudriña aún más profundamente estas temáticas, remontando las causas primigenias a un cinismo social extendido por todos las segmentos de la comunidad, síntoma de un desplome y crisis social cercanos, a su entender.

Simbólico es el final de la casona que cobijara al “modélico” matrimonio de la alta burguesía: la degradación y el derrumbe se apoderan de todos sus rincones, puertas y ventanas, orificios y rendijas, para terminar como un basural donde la existencia se hace inhóspita, utilizada nada más que de guarida por vagabundos, niños de la calle, y sus animales. No olvidemos que la decadencia para Donoso se expresa sobremanera en la destrucción de un lugar físico, de preferencia una casa. Pruebas de ello, son la mansión antigua de los Ábalos, en Coronación; el pueblo Estación El Olivo y su burdel, en El lugar sin límites; y la Casa de Ejercicios Espirituales y la Rinconada, en El obsceno pájaro de la noche. Llevado a más altas esferas nuestro afán simbolista, se hace patente la analogía con la gigante casa correspondiente a una nación. Bajo esta perspectiva, no podemos dejar de aplaudir la clarividencia de Donoso al momento de fabular su tetralogía: como los grandes poetas, vaticina las condiciones –quizás inconscientemente- del quiebre de 1973, y el fin de un Chile, y estado de las cosas, irreversiblemente fracturado.


Otro aspecto a destacar, es la vivencia de la locura tan cara a José Donoso. Su padecimiento es el conducto escogido para graficar la degradación en los seres humanos y la incapacidad que manifiestan para sostener las riendas de sus destinos personales. Antes del fin, el desequilibrio sicológico interpreta la derrota de una casta en sus estertores. De igual manera, constituye la máscara predilecta para no afrontar la racionalización de una realidad que los establece en el arroyo de los desechos. Ésa es la elección de Chepa tras el fracaso de su propósito rehabilitador con el indigente Maya, y, ante el reconocimiento desgarrador de su propia fragilidad, de cara a la vida. Una locura lenta y caprichosa, que le quita el habla y transforma poco a poco su esencia. Para cuando vuelva a contemplarse en el espejo, haber traspasado el límite de la desolación, y mutado en otro ser, distinto e irreconocible. Citamos, finalizando esta idea, al personaje Humberto Peñaloza, el Mudito de El obsceno pájaro de la noche. Punto cúlmine en la inventiva de Donoso, y su enmascaramiento de la identidad humana.

Un sendero inconcluso
Trazar líneas definitorias acerca del arte donosiano, es más peligroso de lo que parece. Por una parte, su dominio y reinado en el ámbito de los novelistas chilenos, es incontrarrestable: como pálidos rivales asoman Joaquín Edwards Bello y Manuel Rojas, Augusto D’Halmar y Eduardo Barrios, Francisco Coloane y Enrique Lafourcade. Sólo la sorprendente génesis de Roberto Bolaño, en el último tiempo, le hace sombra y decrecer. En la calidad de la prosa es distinto: Miguel Serrano y Jorge Edwards, por nombrar a los más linajudos, son contrincantes de primera línea, a veces superiores si se quiere. El tema discutido en el fondo, es la anorexia fatal de grandes novelistas en las letras chilenas, en comparación, a los poetas de talla mundial que cierran filas en nuestra literatura. Y cualquier juicio de valor literario que realicemos, no puede ignorar esa verdad abrumadora.
Pero no nos desviemos.
Situar a José Donoso en su real y justa dimensión, es nuestra preocupación en este trabajo. Por otro lado, pretender entronizar a Donoso en una selecta lista de escritores paradigmáticos en la lengua de Cervantes, por el sólo hecho de haber compartido posiciones con grandes del denominado boom, es una posición que no resiste mayor análisis: comparada con Ernesto Sabato, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, la obra del chileno tambalea para desplazarse a un cómodo segundo plano. Y en ese lugar secundario, sobrevive sin grandes dificultades; junto a Juan Carlos Onetti, Carlos Fuentes y Alfredo Bryce Echenique, por señalar a nombres cercanos.

La importancia del llamado “escritor de la destrucción”, se explica en ser el primer novelista chileno provisto de alas que volaban traspasando nuestras fronteras sin complejos de calidad. Abrió la puerta y recorrió un camino hasta donde le fue permitido con el respaldo de sus textos. Es un logro y por eso debe ser respetado, pero dista eternidades para idolatrarlo sin mesuras y fundar una escuela de discípulos e imitadores.


Un comentario postrero, nos sugiere la idea si efectivamente logró como ficcionador lo que perseguía: retratar con vida propia los curiosos elementos conformantes de la chilenidad y las especiales relaciones de jerarquía nacidas entre sus miembros. Sí y no, alumbró situaciones y se le escaparon otras. No obstante, forjó talentosamente los cimientos de una pequeña torre, un edificio que tendrá vida durante un buen tiempo.
Conclusión: se esperan arquitectos dotados de técnicas y miradas nuevas para construir otras y mejores.
Vicente Lastra
Santiago de Chile, abril de 2005

*Artículo publicado originalmente en la revista española Arbil Nº 92(http://www.arbil.org/92dono.htm), y en la edición Nº 73 de la revista chilena de política y cultura alternativas Ciudad de los Césares, correspondiente al mes de junio del año 2005. Asimismo, una versión en pdf de este texto puede ser encontrada en el sitio ibérico Ecología Social (http://www.ecologia-social.org/), en su sección "Pensamiento y reflexión" (http://www.ecologia-social.org/pdfpensamiento/El%20misterioso%20Jos%E9%20Donoso..pdf).